jueves, 5 de octubre de 2023

Derechos humanos y trabajo - Conferencia Universitat Jaume I

*esta conferencia la impartí el jueves 5 de octubre de 2023 en la Universitat Jaume I, en la jornada: El narrador afónico, la víctima de la historia. Una aproximación a la literatura desde los Derechos humanos. 



El trabajo es el leitmotiv de esta sociedad.


Dictamina el éxito de las existencias, condiciona sus horarios y organiza las vidas. Uno podría pensar que, con la cantidad de recursos existentes en la tierra, la ordenación de la sociedad podría realizarse en torno a la repartición de los mismos y una vida plácida para el conjunto de personas que poblamos el orbe. Pero no, nos organizamos en base al trabajo, que nos posibilita el acceso al dinero, que nos ayuda a pagar los bienes y servicios que necesitamos para subsistir física y emocionalmente. 


Ese trabajo ha terminado conquistando la cuestión identitaria. Somos, en gran medida, lo que trabajamos.

Cuando vamos a una reunión social, solemos preguntar a las personas con las que nos reunimos a qué se dedica. Es el inicio de toda interacción social entre quienes no se conocen. A veces, es el fin también. Lo que nos llevamos a casa es ese “a qué te dedicas”. Y no alude, como hacía Perales, al tiempo libre (que por algo se llama libre), sino a qué dedicas tu tiempo de trabajo.


Nos define, pues, el trabajo.  


Y el trabajo como espacio no suele ser un sitio agradable, por más que lo romanticemos en LinkedIn. Solo el 10% de las personas se dedica a algo para lo que siente vocación. Para el 90% de los trabajadores y trabajadoras es una fuente de frustración. El mismo porcentaje ha manifestado odio a su jefe u odio a su trabajo.


Es un espacio plácido  -y ni eso- para una minoría de la población, rica y pudiente, ese 1% de la población que describe tan bien la serie Successión, que usa el trabajo para reafirmar su condición de clase y edificar en torno a ella su ego y autoaceptación. “Estoy aquí porque me lo merezco”, piensan, como si no tuviera nada que ver con la condición de clase.


Pero al margen de ese grupúsculo privilegiado, el trabajo es más bien un espacio hostil. Es, por ejemplo, una de las dos principales causas de suicidio en España. La precariedad, una gangrena social que llegó hace un par de lustros para quedarse, persiste en perforar las vidas humanas y desbaratarlas. Es causante de ⅓ de las depresiones en España. La precariedad es un veneno que te muestra el pasillo de la muerte.


La unión de trabajo, precariedad y salud mental fue novelado por Elvira Navarro en La trabajadora. En Asamblea Ordinaria, de Julio Fajardo se analizó cómo resquebraja la unidad familiar. En Final Feliz, de Isaac, se adivina cómo es el generador de una insatisfacción que mina el alma.


Siempre digo que la precariedad se ha perpetuado gracias a algunos factores esenciales:

La desectoralización, que consigue que se vagabundee de sector en sector, sin el asidero de la experiencia, sin la fortaleza de un grupo al que apoyarte. La trabajadora o trabajador precario es un ser solitario, desarraigado, que busca una pertenencia, cuando muchas veces su identidad ya es esa, la de nómada laboral.

La ausencia de sindicatos especializados. El descrédito sindical, al que aluden constantemente los poderes fácticos para debilitar a quienes pretenden ganar derechos laborales. Pese a todo, son las uniones de trabajadores y trabajadoras de los últimos años las que están marcando el camino de las luchas. Las kellys y trabajadoras del hogar, cuidadoras y cuidadores como relata con maestría Brenda Navarro en Cenizas en la boca. Los riders, como señala el ensayo “El Sindicalista infiltrado” son los principales focos de resistencia de un mundo donde los medios afines al poder han conseguido que la palabra sindicato huela a marisco y sepa a ingratitud.

No se conseguiría la perpetuación de la precariedad sin la inestimable ayuda del factor tecnológico, en manos de las mentes más narcisistas y cínicas de la humanidad, como Mark Zuckerberg o Elon Musk. Los valores de Silicon Valley, generados a lomos de una generación de egocéntricos heteropatriarcales, han inoculado en medio mundo el discurso de la autoayuda, resignificando el “Fracasa otra vez, fracasa mejor”, de Rumbo a peor, el texto de Samuel Beckett bajo un prisma neoliberal, y convenciendo a cientos de miles de incautos de que el fracaso es solo culpa suya. 

La crisis del sentimiento de pertenencia y la solidaridad obrera. Eso que llamaba Arantxa Tirado, la sustitución de la clase obrera por conceptos como ciudadanía o clases medias. Y eso que entendió muy bien Ben Hamper cuando, en “Historias desde la cadena de montaje”, se halló convertido en el mismo currela del sector de la automoción, borracho y ansioso por la nube negra que trae el futuro, que ya fuera su padre una generación atrás. 

 
Porque claro que sigue existiendo la clase social, bien lo saben los ricos que exhiben, bajo el paraguas maldito de la libertad, un sentimiento de clase infinitamente mayor que las clases obreras. 


Como señala Naiara Puertas en “Al menos tienes trabajo” el principal problema de la igualdad de oportunidades y del ascensor social es que la tenemos asumida como aspiración social y nadie cuestiona la distribución del poder ni su ejercicio. Alguien que gana cuatrocientas veces lo que gana un trabajador, ¿por qué? Ocho horas al día, ¿por qué? Treinta y siete años de vida laboral, ¿por qué?”


A lo que añado:
- El 1% de la población mundial acumula el 63% de la riqueza producida en el mundo. ¿Por qué?
- Los trabajos de mayor remuneración los monopoliza la clase alta con su entramado de másters indispensables, enchufismo y experiencia que solo te dan si eres de clase alta. ¿Por qué?

- Seguimos infravalorando los “trabajos invisibles” que tanto valoramos y extrañamos en la pandemia de la Covid-19. Esos olvidados a los que se refería Isaac Rosa en “La mano invisible” ¿Por qué?

- ¿Por qué hay comunidades donde más de la mitad del profesorado universitario es asociado y cobra entre 200 y 800 euros? ¿Cómo podemos denunciar en este mismo espacio y que desde las direcciones de los centros no se haga nada al respecto? ¿Por qué? 


Y otras de carácter existencialista:

  • ¿Por qué muchas amistades me ven como un loco por querer trabajar menos?

  • ¿Por qué mis padres se ponen nerviosos si no tengo trabajo pero no les sucede igual si tengo el alma roída? 

  • ¿Por qué el trabajo es mi tema literario si cuando empecé a escribir era lo último que me interesaba?


La vulneración sistémica de los derechos de la fuerza laboral en el mundo atiende, como señala, la Organización Internacional de Trabajo a cinco focos principales: 

  • la libertad de asociación y la libertad sindical y el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva.

  • la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio.

  • la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación.

  • un entorno de trabajo seguro y saludable.

  • la abolición efectiva del trabajo infantil.


Hablemos brevemente de ellos. 



La persecución sindical

Según el Índice Global de Derechos de la CSI (Confederación Sindical Internacional), en el 79% de los países se vulnera el derecho a la negociación colectiva. 


Cuando inicié mi malograda aventura sindical a la que aludo en “Yo, precario”, un viejo amigo sindicalista me enumeró las etapas por las que pasaría la dirección de la empresa hasta fulminar mi carrera en la organización. Estupefacción, ira, acoso y finalmente un goteo incesante de actos mínimos que conformarían un todo y que me minarían la moral. Así fue hasta mi renuncia. Recuerdo que estaba tomando una cerveza y me reí con sus ocurrencias. Lo cierto es que cumplieron todas sus predicciones.


En la obra “El trabajo mata”, de Prolongeau, Delalande & Mardon vemos cómo las dinámicas empresariales ahogan y asesinan a sus empleados y empleadas tienen mentes pensantes detrás que entienden a las personas como naranjas que triturar para sacar todo el jugo posible. 


En los espacios tech que remedan el estilo de Silicon Valley, marcado por una visión patriarcal de la sociedad, la presión sobre el trabajador o trabajadora se acrecenta. La resiliencia es prestigiosa. Las personas son entendidas solo desde la lógica productivista. A los sindicatos, ni se les espera en el ámbito tecnológico (repasen los datos en España). 


Solo las protestas en cuestión de género que en el fatídico año 2018 llevó a las mujeres de Silicon Valley a rebelarse contra los abusos y el acoso sexual en las tecnológicas, abriendo la puerta de lotros protestas colectivas. ¿Habrá un futuro colectivo en un gremio tecnológico marcado por la feroz competencia, la rotación excesiva y el individualismo que se efectúa detrás de una pantalla? En Valle inquietante, Anna Wiener dibuja un panorama muy triste, que en Disrupción, el periodista Dan Lyons confirma. Si quieres que te sorban tu alma, déjate llevar por la promesa tecnológica de Silicon Valley.


Respecto a la persecución del trabajo forzoso u obligatorio.


Queda mucho por hacer.


El trabajo doméstico y la construcción son los trabajos que en este país más soportan el trabajo forzoso. No anda a la zaga el sector de la restauración. Negarte a trabajar es irte despedido a casa, una forma más de extorsión laboral, de chantaje vital. La trata de personas es, lamentablemente, una realidad en el país más putero de Europa, España. Una explotación sexual que va desde el viejo burdel hasta técnicas más sofisticadas gracias a la introducción de la tecnología. 


Y no hay que olvidar otro universo de la explotación, la autoexplotación. Gran parte de los derechos como trabajadores se basa en el uso torticero de la vocación. Trabajamos mucho, demasiadas veces y demasiado frecuentemente, gratis. En su fantástico ensayo El entusiasmo, Remedios Zafra, nos conduce en un viaje brutal sobre cómo los trabajos creativos conllevan una serie de abusos y penurias que solo se pueden tolerar con el frío manto de la vocación de por medio. Decía la autora, en algún momento de la historia, hablar de dinero cuando escribes, pintas o compones una canción, fue encontrado de mal gusto. 


Lo cierto es que los autores y autoras vivimos en un mundo precario, opaco y muy mal pagado donde la recompensa por hacer girar la rueda del pensamiento es ínfima o inexistente. Los libros de mayor ambición no figuran en los escaparates, pues pueden hacer las preguntas inoportunas  


Pero no hace falta hacernos el harakiri desde la literatura, podemos ver el caso de nuestros vecinos y vecinas del mundo audiovisual. Soportando jornadas maratonianas, a menudo ilegales, personas explotadas en muchas ocasiones por esos mismos directores que, delante de una cámara claman por una sociedad más justa. El glamour de un mundo magnético y glamourizado, donde la fama cuenta más que la dignidad, conduce a la explotación de manera tristemente habitual. Las horas extras sin pagar es una constante en el sector. 


De eso entiende mucho el gremio hostelero, sometidos a constantes abusos, como denuncia cada día la cuenta SoyCamarero en Instagram. O Alejandra de la Fuente, la centennial ensayista que asegura en “La españa precaria” que más de la mitad del empleo del país es precario.



La eliminación de la discriminación.


Pero si hay problema incrustado en la sociedad, esa es la discriminación. Y la discriminación tiene rostro de mujer. La mujer en los países de la UE trabaja fundamentalmente en el cuidado y la educación preescolar, los cuidados de enfermería, la educación (sobre todo a nivel primario), las labores de secretariado y el trabajo doméstico y de limpieza. Soportan emocional y físicamente a una ciudad que ha descuidado su humanidad.


La manera de “compensarlo” es con una brecha salarial del 20,9%. Si presenta un mínimo estrechamiento de la brecha es porque los salarios mínimos han subido, pues hay muchas mujeres con el salario mínimo. La mujer tiene más paro. En 2022 existe un 3,29 puntos entre las tasas de paro de ambos sexos en el último trimestre del año pasado. El 73% de las mujeres, es decir, unas 2.045.600, frente al 27% de los hombres (736.100) estaban ocupados a tiempo parcial. El 95% para cuidar a personas dependientes. Las mujeres tienen menos contratos indefinidos. Ocupan menos puestos directivos (38%).  España es el país 17 del mundo en cuanto a paridad de género.


Por no hablar de las personas trans, donde más de la mitad de las personas están en el paro. La iniciativa Yes We Trans de FELGTBI+ (Federación Española LGTBI+) trata de reducir una lacra que conduce a muchas personas a la prostitución y la exclusión social, solo por el hecho de pasar por un proceso de transición de género.


Y no olvidemos los sesgos por etnia, por procedencia, por edad (es lo que llamamos hoy edadismo), los sesgos culturales o el abandono de las personas con discapacidad. A menudo las empresas solo les hacen caso para lavar su conciencia. 


No solo estamos rodeados de discriminaciones y sesgos, sino que se nos presenta un futuro que discrimina. Con el acceso tecnológico al trabajo, o el impacto de la IA generadas bajo patrones que dejan fuera a las minorías, entre ellas personas con discapacidad auditiva o visual. 


La sociedad tiene el reto de eliminar la discriminación y los sesgos usando la tecnología como aliada y no como un acelerador de brechas de todo tipo.


¿Entorno saludable?


Hablemos de siniestralidad. En España 826 personas fallecieron en accidentes de trabajo en 2022, 84 trabajadores más que en 2021, según los datos del Ministerio de Trabajo. Supone un aumento del 11% respecto a las víctimas totales del año previo, el mayor salto registrado en la serie histórica. Solo en enero de 2023 las víctimas de accidentes fueron 63 personas. No solo eso, los siniestros ‘in itínere’ de carácter grave se incrementaron un 4,6%, llegando a un total de 751 accidentes. Personas que quedan afectadas o impedidas el restos de sus vidas. 


Según los informes anuales de la Inspección de Trabajo, hay un aumento sustancioso de las infracciones de las empresas en los últimos años. La ratio de incumplimientos en prevención de riesgos del total de accidentes investigados está escalando y en 2021, último año con datos disponibles, alcanzó casi la mitad, el 43%. En “El calentamiento global” de Daniel Ruíz se retrata la tremenda hipocresía de los responsables de recursos humanos, que ya lo dice la palabra, entienden como recursos a las personas y se ponen del lado de patrón. Sus palabras favoritas: productividad, eficiencia, eficacia, desarrollo y demás jerga neoliberal. 


Trabajar es cada vez más inseguro y condena a luchar a las familias por el apelativo “accidente laboral” para mitigar, siquiera un poco, el dolor de vivir sin sus seres queridos. 


En conclusión. Los derechos humanos se vulneran en todos los ámbitos que analiza la Organización Internacional del trabajo, y son las luchas colectivas las que van ganándole terreno a los abusos. No es nuevo, no vamos aquí a descubrir la pólvora, pero tampoco vamos a mirar hacia otro lado ni a pintar un futuro de color cuando el horizonte pinta gris. 

En el trabajo, los derechos se sufren, se sudan y se conquistan. Y se hace luchando en conjunto. Es así desde tiempos inmemoriales.

 

Decía Pizarnik: "La verdad: trabajar para vivir es más idiota que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión ¨ganarse la vida¨ como sinónimo de ¨trabajar¨. ¿En dónde está ese idiota?"


Pues aquí estamos, Alejandra. Un poco idiotas todavía.


Lobotomizados y lobotomizadas por esa maquinaria al servicio del poder encargada de hacerle un traje perfecto al trabajo, de presentarlo como algo que da dignidad, prestigio y reconocimiento social, y asegurar que el estajanovismo nos llevará a la plenitud. 


Pero tenías razón, la vida, por mucho que hablemos, se gana más allá del trabajo.


La vida se gana en esos contados momentos de felicidad que atesoramos, se gana viviendo a nuestra gente, viajando por lugares que te den pellizco caminarlos, viendo las maravillas a veces infinitamente pequeñas y a veces grandilocuentes de este mundo, enamorándote y des-enamorándote,
qué se yo, disfrutando de la lotería de la amistad, de una mesa redonda con un vino en el centro, escuchando esa canción, usando este tiempo contado para comprender un poco mejor la absurdez y el privilegio de estar vivos.  


Solo así, después de 40 años, siento que me gano la vida.








viernes, 15 de septiembre de 2023

LOS QUE ESCUCHAN, de Diego Sánchez Aguilar

Hay veces que, cuando me despierto, me tomo el café, acudo a mi despacho y ya escucho el ruido. Es un sonido latente, que está, pero no está. Se instala bajo el rumor de los coches y de todas las personas que van con esa furia injustificada al trabajo. Se hibrida con el zumbido de los mensajes del móvil y los emails del trabajo, como un goteo continuo. Se distingue, si te concentras, entre los mails, las notificaciones de las redes, los WhatsApp o el timbre cuando vienen de Correos y tienen urgencia porque queda mucho por repartir, toda la mañana, y hay que ver que no atiendes rápido y eso que han llamado y nadie, nadie, absolutamente nadie contesta. Se acrecienta luego cuando ves las facturas que llegan tras otro aviso en el móvil, y también aumenta en el supermercado, más allá del hilo musical, cuando ves que el ticket de la compra cada vez es más caro y te preguntas si podrás pagar toda una vida esas compras y si podrás también hacer frente al alquiler, si no pasará que un día enfermas, enfermas de verdad, y como eres autónomo se corten de inmediato los ingresos y entonces tengas que pensar en volver a la casa de tus padres o a cualquier otro sitio donde puedas volver, si es que puedes volver ya a algún sitio. Escuchas ese sonido, a veces continuo, a veces intermitente, en segundo plano cuando vas al río a correr, como acompañando una orquesta que empieza con el piar de los pájaros y las familias celebrando cumpleaños, y continua con la música en el parque de los skaters, o bajo el trotar de esa marabunta de runners que corren apresurados porque no tienen tiempo, porque el reloj les ahoga como un soga inclemente, y solo cuentan con una hora antes de la cena, para luego acostar a los niños y ponerse una película que les ayude a olvidar el trabajo y les engulla otra realidad que no sea la suya. Sigue presente ese runrún al volver a casa con los riders que van y vienen, el castañeo de los cascos de cervezas en los bares, los camiones de la basura, los que empiezan el turno de noche o los que estrujan el plástico del ansiolítico antes de la cena. Está ahí ese sonido, arbitrario, antojadizo, que solo suele acallarse cuando por fin voy al sofá y leo. Solo entonces siento que se para el mundo, que por fin se hace el silencio. Pero entonces abro el último libro de Diego Sánchez Aguilar y va precisamente de ese ruido, de ese pitido ininteligible que emite este mundo loco y absurdo que se dirige consciente hacia el colapso, va de esa gente que lo asume y de esa otra que lucha sin esperanza, de la angustia de la expectativas, de la mentira de la meritocracia, de la vejez que no se tolera y de la niñez que no se respeta, de la política que es marketing y de las empresas que trituran a la gente, va de ese mundo de ahí fuera que tan poco, poquísimo me gusta, de eso va y leo, y más que leo devoro y entonces lo que no era ruido se convierte en un sonido de páginas que pasan, una, otra y otra, y así hasta el final y aplaudo y a veces río como un loco y pienso que menos mal que estoy solo, pero que ya era hora, ya era la jodida hora de que un libro hablara de todo ese ruido que tenemos ahí instalado y no nos deja ser felices, de esa ansiedad que nos devora, y acabo el libro y voy corriendo como extasiado pero también como iluminado, agotado pero también esperanzado, hasta el espejo del baño, y entonces me doy cuenta, no sé si alegre o con pena, puede que las dos cosas: yo también soy de los que escuchan.




martes, 22 de agosto de 2023

La máquina del tiempo

Unai quiso jugar de nuevo a la máquina del tiempo, pero yo ya estaba cansado de conducir mientras él me contaba lo que veía por la ventana. Superheroínas, pájaros o dinosaurios la gran mayoría de las veces. Esta vez sería al revés. Le di cuatro indicaciones para que no descarrilara y, con sus intrépidos cuatro años, usó el servilletero como volante mientras desde nuestros asientos del bar le comentaba las permutaciones del espacio tiempo.

Plácidamente, condujo hacia el pasado a la vez que yo aseguraba que podía ver a sus abuelos cuando aún no eran abuelos paseando por la calle, con esa reconfortante seguridad con la que entonces afrontaban todo. Luego pisó el acelerador haciendo "brrrrrrrummmm" y moviendo el tenedor como cambio de marcha, y de repente sentí la brisa de otros tiempos. Estábamos en mi colegio, hace muchos años, dije, y veía a mis hermanos correr por sus aulas devorando su infancia. Quise advertirles que se lo tomaran con más calma y, justo cuando iba a hacerlo, Unai pegó un volantazo hacia el futuro. 

Lo siguiente que avisté fue un joven de pelo castaño, travieso y creativo, en el parque con sus amigos adolescentes. ¡Eres tú, de mayor! ¡Fumando!, exclamé, pero a Unai no le hizo ninguna gracia esa faceta suya y pegó un acelerón tan brusco que me expulsó del asiento del copiloto y nos llevó aún más lejos de lo previsto. Desde el suelo, comprobé mis manos arrugadas y cómo un joven trataba de ayudar a incorporarme. Tito, va, que siempre te caes en lo más llano. Mientras me acomodaba en la silla de ruedas, ajado y vencido, la vi al lejos, ya viejita, agarrada al brazo de otro mientras yo lamentaba, de nuevo, la oportunidad perdida.




domingo, 6 de agosto de 2023

Coast to coast. Fernando Mahía

Aunque siempre ha sido uno de mis grandes sueños, nunca he viajado a EEUU. Siempre lo dejo para el siguiente viaje. Primero porque auto sabotearía mis ya maltrechas arcas, segundo porque quiero hacerlo por derecho, es decir, hacer la ruta 61 y visitar también New York. Del gran gigante norteamericano me fascina la historia negra, su resistencia y su música, me alucina su fe en el cuento chino del sueño americano, y me horripila su egocentrismo, las armas y el racismo estructural. Tenía ese viejo anhelo mustio, cogiendo polvo, hasta que ha llegado Coast to coast, el excepcional libro de viajes de Fernando Mahía, un periodista gallego de apenas treinta y tres años que ha escrito una crónica alucinante recorriendo EEUU de costa a costa, a través de historias de grandes fracasos (y algunos éxitos) del baloncesto estadounidense. Una manera como otra de analizar el país que un día vendió al mundo su sueño de libertad.

Mahía recorre a bordo de una Dodge Grand Caravan (como diría el tópico, un personaje más) los Estados Unidos desde las canchitas callejeras de New York hasta la gentrificada bahía de San Francisco, olfateando el rastro de las historias que vale la pena contar. Desde el primer dominicano promesa del básquet americano, Luis Felipe López, hasta una de las mejores entrenadoras del país, Dorothy Gates. De zambullirse en el Akron de Lebron James a buscar a la ex jugadora Schule LaRue, promesa de la WBBA que deambula por las calles de DC en la indigencia víctima de su esquizofrenia, pasando por las fascinación de Wanda López, una camarera de Los Apalaches, con Giannis Antetokounmpo. Y así hasta 18 crónicas donde lo deportivo, lo social, lo político y lo geográfico se mezclan de forma armónica.

Lo narra el autor desde un nosotros cómplice, que invita a tomar el asiento del copiloto. Y con una exhibición de pericia y técnica en cuestión de crónica. Lo mismo te cuela un mcguffin que una entrevista, te narra un paralelismo entre Marc Gasol y Otis Redding, que se sitúa a pie de cancha en Flint, el lugar donde el deporte es una vía de escape hacia un mundo mejor. 

En el fondo, todas estas historias no son más que la gasolina de la Dodge para recorrer un país que se empeña en negar que ha traicionado su propio ideal. EEUU parece hoy cualquier cosa menos una tierra de oportunidades. El cronista usa el baloncesto para explicarnos los tres males principales de la sociedad estadounidense: la desigualdad estructural, el racismo sistémico y la aniquilación del estado del bienestar. Para ello la caravana va desde las tierras que fundaron y levantaros migrantes y que ahora no aceptan a los que vienen de afuera, hasta la cuna del racismo en el sur del país o la promesa híper tecnológica de Silicon Valley.  

Mahía tiene técnica, tiene perspectiva de clase y tiene, sobre todo, el talento necesario para retratar Estados Unidos usando el deporte que los negros le birlaron a los blancos como hilo conductor. Este verano no pensaba viajar y ha bastado un sábado de calor para recorrer las tierras de mi asignatura pendiente. Sin moverme del sofá. La magia de los libros.  





martes, 13 de junio de 2023

RESEÑA: Spider-man, cruzando el multiverso.

De pequeño recuerdo que fui por primera vez a ver cine de superhéroes y era un Spiderman resultado de la fusión de dos episodios de una serie americana, en la que un Peter Parker demasiado mayor y con un traje que parecía de carnaval se paseaba por los edificios de Nueva York con unas telarañas que podían ser cualquier cosa menos telarañas.

Daba igual, porque yo era un crío y era Spiderman y me había pasado la infancia leyendo sus tebeos y así aprendimos a leer y uno, como con los equipos de fútbol, es del primer superhéroe al que anima y al que lee. Así que yo soy de Spiderman.

Me pregunto qué hubiera pasado si ese niño ve la fascinante película que es Spiderman, cruzando el multiverso, de lejos la mejor película de Spiderman que he visto. Lo que más llama la atención, sin duda, es la animación. O mejor dicho, las animaciones. El cine de animación reinterpretado, mutante, multiforme, que lleva al extremo propuestas que ya habíamos visto germinar en Inside Out o en algunas parte de Doctor Extraño en el multiverso de la locura. Probablemente esta película suponga un hito para el cine de animación y será una gran referencia en el futuro.

Pero, por suerte, es mucho más que eso. Para los aracnofans que hemos vivido con Peter Parker desde pequeños, que hemos visto el Spidey original de Ditko y Romita Sr. y que luego lo hemos visto en su versión negra, la Araña Escarlata o el Spiderman 2099, esta película también es una gozada. Porque sabe rescatar toda su esencia y fusionarla en una historia, conviviendo con un protagonista que no es Peter.

Y lo hace también hibridando dos mitologías, la de Miles Morales y la de Pete Parker, en un universo infinito conectado por el asombroso descubrimiento de los poderes y luego con el reverso tenebroso que supone la responsabilidad de tenerlo. Y es que la película conduce desde el "todo gran poder conlleva una gran responsabilidad" a este nuevo mensaje que definirá el universo Morales, "ningún poder puede ser limitante a la hora de escoger tu propio camino".

Si a los fans de Peter nos costaba sintonizar con Miles Morales, ese intruso que ocupa el espacio del viejo spidey, con esta película ya no será así. La convivencia es posible gracias a la tremenda imaginación de la trama, que conecta el multiverso de forma excepcional, bastante mejor que la última película de carne y hueso. Miles Morales, de alguna forma, pasa a graduarse como Spiderman.

Es, además, esta una película excepcional a nivel de diversidad, que entierra a los "sad puppies" e incels en su propio lodo. Si se quejaban de que los personajes se metían con calzador, aquí verán metidos en la trama de forma orgánica cuerpos no normativos, persona de toda condición social, edad, etnia o ideología (¿Cómo no enamorarse del Spider-Punk, Hobie?).

Spiderman, cruzando el multiverso redime a todos los enemigos ridículos que ha tenido Spiderman a lo largo de la historia. El crecimiento de Mancha es magnífico, y aquí uno puede ver la sonrisa con la que el Hombre Rana, Coneja Blanca, Grizzly o el Hombre Mosca ven la película desde su guarida.

Ha sido tremendo acabar la proyección y ver cómo las luces descubrían un montón de treintañeros sonriendo y comentando la película como, si por 140 minutos, hubieran vuelta a la infancia.

PD: Y se agradece que el "humor Marvel", que de tantas películas me expulsa, aquí está muy bien medido.





domingo, 18 de julio de 2021

Gràcies Barcelona

 

En la película ¡Viven! se narra la increíble experiencia de los sobrevivientes de un accidente aéreo en los Andes, donde se estrelló un avión en el que viajaba un equipo de rugby uruguayo, sus familiares y allegados. Tras ser dados por muertos por las autoridades, los supervivientes del avión, obligados durante meses a alimentarse comiendo carne de los cadáveres resultantes del accidente para seguir vivos, deciden mandar una expedición de tres montañeros avituallados con mantas, ropas y comida a intentar superar, bajo condiciones muy adversas, el pico montaña que tienen por delante, descender la cordillera y así dar la voz de alerta para un rescate. Después de estar al borde de la congelación, de perder parte de sus enseres, de escalar uno, y luego otro, y luego otro peñasco, cuando alcanzan la cima, en el momento en que la vista deja de mirar hacia arriba y puede hacerlo en horizontal, no ven el descenso que esperaban sino repetidas montañas, similares a la que habían escalado.

Viene esto un poco a resumir, por qué dejo Barcelona.

A la ciudad llegué hace diez años para instalarme, como dice irónicamente el escritor Laureano Debat, “con la maleta llena de sueños”. Para un andaluz joven como era yo, Barcelona significaba por aquel entonces una versión de Hollywood a pequeña escala, el lugar donde los sueños se hacen realidad. La ciudad donde diseñadores gráficos, cineastas, científicos, emprendedores, publicistas, politólogos, ingenieros y expertos en todos los campos pueden desarrollar su carrera. Una ciudad moderna y cosmopolita, con una vida cultural inabarcable. Llegué, haciendo escala por Valencia, casi con la boina puesta, con la idea de seguir escribiendo y tener una carrera literaria. Porque eso también es la juventud, tener una auto confianza insolente y una ingenuidad enternecedora.

En diez años, he vivido de todo. Llegué con el post zapaterismo gracias a una beca del ministerio de educación, con una crisis de tomo y lomo avecinándose a la vuelta de la esquina, la sentencia del tribunal constitucional contra el estatut de Cataluña recién salida del horno y un descontento social cociéndose que desembocaría en el 15M. Luego, se nos echó encima el Procés, en una de las décadas más convulsas políticamente de España y Cataluña que se recuerdan, con las calles calientes, la declaración de Independencia interruptus, los políticos en prisión y el trauma del uno de octubre. Casi sin respiro, el auge de la ultraderecha, la toxicidad instalada en la vida pública, la caída en el olvido de la justicia social y, por si fuera poco, la irrupción de la Covid-19, con sus cientos de miles de muertos y la sanidad pública raquítica y saqueada, mientras los negacionistas, conspiranoicos y políticos oportunistas se adueñaban del debate público. Nuestra experiencia en Barcelona comienza con una crisis económica y acaba con una crisis sanitaria, como atrapados en un desafortunado paréntesis de la historia. El futuro, parece, serán los fondos europeos y una vuelta al conflicto identitario.

A veces, decía en casa, sentía que estábamos en el lugar donde sucedían las cosas que leíamos en el periódico, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. Y es que, si se enturbiaba el ambiente, cortaban las avenidas del barrio, si se celebraba algún evento, lo escuchábamos desde el balcón. Bromeaba diciendo que, cuando andaba desde casa hasta plaza Cataluña, cruzando l’Eixample y Plaça Universitat, podía tomarle el pulso a la ciudad, sentir su ánimo.

De puertas adentro, las cosas no han sido mucho más sencillas. Desde que llegué a Barcelona, primero en pisos compartidos, después con mi pareja, la vida la ha gobernado la más absoluta incertidumbre. Haciendo encaje de bolillos para pagar el alquiler y que no falte nunca una cerveza en un bar o en casa. Visto en retrospectiva, soy un gestor tremendamente eficaz, incapaz de ahorrar, pero también de arruinarme.  

De las doce personas con las que compartí piso, todas están fuera de la ciudad, cada una fue renunciando, por goteo, a las motivaciones que les enrizaban a estas calles. A veces pienso que Barcelona es como un Bing Bang que escupe a todos los que lo intentan en diferentes direcciones, alejándoles cada vez más del punto que les unió. Los periódicos se han ido inventando ingeniosos eufemismos para describir nuestro estilo de vida, pero lo cierto es que detrás solo está la precariedad, el paro y los sueldos pírricos, actuales camellos de los ansiolíticos.

Vivir en pareja también ha sido una aventura. Si a mí me iba bien, a ella mal, si ella le iba bien, era yo quien me inmolaba. Éramos el ying y el yang, vasos comunicantes incapaces de alcanzar un equilibrio. Hemos vividos dos ERES, una aventura sindical, ascensos a la gloria (a todo lo que puede ser la gloria para la clase obrera) y descensos a los infiernos, y entre medio, muchas, demasiadas renuncias. La gasolina para el día a día era que ella crecía profesionalmente y mis libros se iban publicando, las balas en el bidón, por el contrario, el exagerado precio de la vida, la ausencia de ahorros y una visión cortoplacista de nuestro proyecto de vida en común.

Hemos cambiado de color como los camaleones, adaptándonos a diferentes circunstancias, empresas y proyectos. Nos decíamos que, si nos fusionáramos en una sola persona, seríamos un profesional perfecto para Barcelona. Pero el hecho es que hemos sido dos, y los dos, cuando se apagaban las luces y el otro se dormía, mirábamos al techo y sentíamos que Ítaca no llegaba nunca. O peor, que Ítaca era una farsa con la que engañar a ilusos para que echaran carbón a la caldera de los sueños.  

Fuimos, como quien no quería la cosa, pensando en existencias alternativas, variantes de nuestro día a día, imaginando mundos más amables, horarios sensatos con tiempo para mirarnos a los ojos. Imaginamos paisajes verdes, respirar el olor del mar y la montaña, ir a bares donde conocieran lo que pedíamos en el desayuno, y por primera vez, dijimos, por qué no tener hijos y visitar a menudo a sus abuelos y abuelas. Nos cansamos de ir con la lengua fuera, inmersos en el estrés de la ciudad y del trabajo, obligados por sus distancias y horarios inhumanos, estafados en cualquier bar, asqueados de su desigualdad, de la ingratitud con sus vecinos y vecinas, del abandono de sus mayores, hastiados de tan pocas conquistas sociales. Llegamos a comernos la ciudad, pero fue la ciudad quien nos devoró a nosotros. Solía decir que cada ciudad es lo que uno quiere que sea, pero lo cierto es que somos lo que nos dejan ser. Cuando decían eso del precio de la vida, se referían a que la banca siempre gana. Como Belcebú, o se lleva tu dinero, o se te lleva tu alma.

Con todo, es fascinante el magnetismo de estas calles. Me cuesta escribir este epílogo y trago saliva ante el mosaico de mi memoria, que ha ido demorando este texto hasta que ya casi no queda margen, como aquel que se resiste al fin el amor y espera que reverdezca. Pero la tierra está marchita y la hoja muerta. No es de extrañar esta resistencia absurda, Barcelona tiene un aura que hechiza, un paisaje espectacular enclavado entre el mar y la montaña. Es un ente orgánico y multiforme donde cultura y tradición se mezcla con negocios, turismo de masas y la obsesión por el viejo sueño europeo. Un espacio donde lo oficial y lo subversivo conviven, donde el paisaje muta de barrio a barrio e incluso de calle a calle, los idiomas conviven, y en una noche puede pasar de todo. Es ingobernable, ni alcaldes de un signo ni alcaldesas de otro tienen la fuerza de invertir sus dinámicas, ni siquiera el capital, auténtico motor de sus cambios, puede controlarla plenamente. Surgen movimientos alternativos, causas compartidas, resistencias desde su ombligo. Barcelona no es de nadie, y eso es estupendo, pero no es de todos, y eso es un drama. Expulsa a la gente sin misericordia. Barcelona no espera, su motor siempre está en marcha, siguiendo el rumbo programado.

Yo un día subí como subió Leo DiCaprio al Titanic, a lo loco y con un boleto ganado a la suerte. He sentido estas calles como propias, pateado sus enormes avenidas, cerrados sus bares, gozado sus terrazas, me ha encandilado sus cines, sus salas y museos, y me ha fascinado sus gentes, su mezcolanza, su tremendo amor propio. Aquí he vivido y he amado, y me he enamorado. Y ahora que, tras una década, detrás de Montjuic, del Parc Güell y de los fascinantes bunkers del Carmel, como los emisarios de ¡Viven!, solo veo más y más montañas, decido tomar un atajo que me lleve a las bucólicas praderas del final del camino. 

Jamás pensé en todo lo que había detrás de aquel vuelo que en agosto de 2009 me trajo a esta ciudad. No sé qué pensaría aquel joven del que soy ahora, de lo que hice todos estos años. Hice lo que pude, y ojalá no le haya decepcionado. Yo sí sé una cosa, estoy muy orgulloso de él.

Ha sido un viaje tremendo, el viaje de mi vida.

Barcelona, t’estimo.  




 

martes, 20 de marzo de 2018

La forma del agua

Os voy a contar una historia. Estábamos en el viaje de luna de miel en Cuba, que hicimos en grupo y antes de la boda, justo como no se tiene que hacer una luna de miel. Pero el último día lo pasé junto a mi pareja, solos, en Cienfuegos, ya que el resto de acompañantes tenían que volver a España a prepararse para celebrar una boda: la nuestra. Esa noche medio llovía, y nos dimos un homenaje y visitamos el mejor hotel de la ciudad, un edificio colonial donde se bebía más barato que en cualquier pub de l'Eixample. Buscábamos lo que habíamos escuchado poco y mal durante todo el viaje, el verdadero son cubano. Lo encontramos en una terraza que se convirtió en mi Casablanca particular, llena de burgueses europeos -como yo en esa tesitura- con buena música de fondo. El concierto fue fascinante. Cinco veteranos entre los cincuenta y los setenta rescatando una tradición del siglo XIX que se proyectó medio siglo después y que ahora era un reducto entre la población local. Después de portarme como un groupie desatado, uno de sus músicos me preguntó si sabíamos inglés. "Yo te puedo ayudar, pero mi mujer mucho más". Me sorprendí en un momento absurdo hablando de mi mujer como tal, pero lo cierto es que aún no me había casado. El músico nos entregó una carta. La carta tenía una caligrafía hermosa, como sacada del baúl de otros tiempos. Databa del mes anterior, pero parecía ya una reliquia. El papel se doblaba torpemente en varias partes, casi queriendo esconder su intimidad. La historia de dentro era la de un músico cubano que se enamora de una turista china. La de una turista china que se enamora de un músico cubano. La de dos que se encuentran de forma inesperada y pasan unas noches mágicas. Ella no sabe español. Él no sabe chino. Ella sabe algo de inglés. Él ni una palabra. Poco o nada importaba. Aún así, la carta hablaba del momento en que se conocieron, de la maldición de volver a sus rutinas, de sus países tan cerca y a la vez tan lejos, de cuánto se extrañaban, de la imposibilidad aparente de volver a encontrarse. Pero ahí estaba él, aferrándose a esas palabras que, como lágrimas en la lluvia, caían lentamente desde los labios de una extraña. Pensé en ellos, vete tú a saber porqué, cuando vi la última película de Guillermo del Toro. Nosotros vivimos una en directo, en Cienfuegos, donde nada tenía sentido ni podía salir bien, pero puede que sea eso, precisamente, lo que llevamos la vida intentando explicarnos y nunca conseguimos. Eso que llaman amor.