sábado, 11 de junio de 2011

Matices

La gente despertó un día con el mismo físico, exactamente igual para unos que para otros. Ordenados por sexos y edades, los hombres habían despertado morenos y de ojos marrones tirando a verdes, medianamente fuertes, medianamente altos y medianamente ágiles. Las mujeres, por su parte, tenían el pelo castaño y ondulado, los ojos azules, anchas caderas y un cuerpo hermoso pero no perfecto. Si eran niños, estos eran rubios e iban perdiendo intensidad en el cabello a medida que acariciaban la adultez. Si superaban los cuarenta, sin embargo, a los hombres se le acrecentaban las entradas y a ellas aparecían teñidas de canas, pero a ambos le asomaban los michelines y las ojeras, todo orquestado en un impactante unísono.

Al principio, la mayoría creyó que lo de su nueva carcasa se trataba de uno de esos sueños que suelen repetirse de vez en cuando, mañanero y de última hora, como aquel en que vuelas o ese en el que se te caen los dientes o en el que apareces desnudo en una piscina llena de gente conocida, creían que todo eso era la consecuencia lógica de haberse sentido inquietos durante las horas del sueño. Pero luego, cuando se corroboraba que esos cuerpos no tenían nada de onírico, que los pellizcos y los ojos que se salían de las órbitas era tan reales como la persona a la que estaban mirando, ese semblante a la vez familiar y extraño, cuando hubo conciencia de que eran cuerpos, más o menos envejecidos, pero también de estreno, la gente comenzó a actuar de una u otra manera según cada cual, como ovejas descarriadas. Había de todo, insatisfacción general debido al poder de la costumbre; pues cada uno estaba habituado a su cuerpo de toda la vida, sabía manejarlo, sabía esconderlo, sacarle partido y potenciarlo. Pero también los había satisfechos, aquellos que se sentían encerrados en un cuerpo que no era el suyo y ahora, de repente, había renacido y gozaban de una segunda oportunidad. El concepto raza iba entonces camino del desuso.

En cualquier caso, de poco valía protestar y lo más difícil no era el drama menor de enfrentarse al cambio físico, cuestión de resetear la máquina y sobrevivir como hasta entonces, lo difícil era comprobar que el resto de semejantes eran más semejantes que nunca. Todos los hombres iguales, todas las mujeres iguales, encerrados en una cárcel de huesos y de carne. Tardaron en poblarse las calles por pudor, la gente salía prudente, a cuentagotas, temerosa de perderse entre copias de sí mismos. Producía una enorme sensación de vértigo ver tantos rostros repetidos, como si todos estuvieran confabulados. “El Mal del Igual”, titularon los periódicos, y científicos, teólogos y filósofos trataron el tema desde el mismo cuerpo, tecleando de igual manera los ordenadores, imprimiendo de igual manera sus reflexiones, llevándose, mientras, la taza de café a los mismos labios.

Pronto, hombres y mujeres se esforzaron por establecer diferencias, como manera de refrendar su personalidad. Primero fue la ropa, luego agudizando el ingenio mediante peinados y complementos y finalmente con tatuajes de todo tipo, algunos expuestos simple y llanamente, otros codificados para el ámbito de lo privado. De manera oficial, el gobierno pidió a través de una comparecencia pública que cada persona colgara, provisionalmente, su DNI en la solapa con una foto antigua, que vistieran de manera original y exclusiva para no dar lugar a equívocos, que establecieran códigos para evitar timos, engaños, saqueos, robos y confusiones, no fuera a ser que uno acabase tomando una copa, conversando o acostándose con quién no quería. Costaba ver al presidente con la misma cara de todo el mundo. Hubo quién lo consideraba un ajuste de cuentas del destino o a quién le aportaba más confianza que antaño, pero lo cierto es que todos supieron que ni siquiera eso le acercaría a la población.

Surgieron grupos y tendencias de pensamiento, grupos pro-cirugía, que reivindicaban las operaciones como un derecho a restituir el “yo” y protestaban por lo que, creían, debía ser facilitado por el estado, individuos que salían de casa con máscaras, caricaturas o moldes de lo que fueron sustituyendo su repetido rostro. Políticamente, algunos oportunistas vieron la ocasión de impulsar un sistema comunista puro, traspasando la igualdad física a otros niveles, e incluso había quiénes permanecían impasibles, como si nada de esto fuera con ellos, ancianos que, condenados a envejecer, les daba igual hacerlo en un cuerpo que en otro.

En el plano físico todo se volvió monótonamente parecido. Por eso los románticos buscaban desesperados el calor de una sonrisa o el brillo de unos ojos que se desmarcaran del resto. A veces veían visiones, oasis en el desierto. En una sociedad con prisas, ese estatismo sabía a veneno puro. El amor divergió más que nunca del sexo y ya solo se rozaban como amantes de ocasión. La pasión deportiva, cuyos resultados estaban más parejos que nunca, dejó de ser el opio del pueblo, y los concursos de belleza se convirtieron en tratados sobre estilismo. Las redes sociales, los chats, las conversaciones telefónicas, supusieron el desahogo perfecto para una colectividad que buscaba un salvoconducto y extrañaba sus divergencias y particularidades en el plano físico. Construirse un perfil en lo virtual era saberse especial. Lo espiritual se puso inevitablemente de moda. Lo social fue sustituido por lo virtual sin apenas miramiento. La gente, en su hartazgo, evitaba mirarse. La publicidad repetía una y otra vez el valor de lo inmaterial como si nunca se hubiera entregado a lo carnal. Ahora que todo dependía del psique, los que hasta ahora basaron su atractivo en el físico cayeron en una depresión sin red que los sostuviera, y los que siempre se supieron superiores en lo psicológico, cayeron en la trampa de la vanidad, y ya no eran tan superiores como creían.

Por eliminación, la sociedad entendió tan importante el poder de la mente que acabó dándole impunidad, acordándose para mal del valor de la palabra, única arma con la cual diferenciarse. Hubo un repunte de discursos, monólogos tendenciosos y morales postizas cara a la galería. Lo hablado tenía tanta brillantez como impostura y ya nadie tragaba nada, aunque la nueva dictadura de las palabras volviera al mundo hipócrita hasta para mentirse. Tanto que, cuando se miraban al espejo, después de un día y de otro con la misma nueva cara, ya no había en el mundo quién supiera reconocerse.

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