lunes, 9 de enero de 2012

Se le murió el amor

El cartero llamó a la puerta y trajo un paquete firmado por el Destino. Estaba sellado como urgente, certificado y venía con una nota a su nombre. “Lo que te pierdes”, decía, en grado de tentativa. Abrió el paquete y salió a relucir un álbum de fotografías. Pudo verse en instantáneas que nunca se dieron: Abrazado a su exnovia en el convite de la boda de su mejor amigo, paseando en un pueblo con mar una noche después de un concierto, en una comida familiar donde ya no aparecía su abuelo, en su propia boda arropado por sus invitados, paseando con el hijo que compartían o con un niño más en una fotografía íntima. La impresión amenazaba con agrietarle el pecho.

Y es que todo el mundo conspiraba en contra de su desamor. Desde el panadero, que ya no guardaba el pan caliente como antes sino que se apresuraba a meter en la bolsa cualquier barra mañanera, hasta el del contador de la luz, que no pasaba a la hora habitual, sino que dejaba un aviso y después apáñatelas como puedas, pasando por los vecinos más cercanos, antes joviales y atentos, ahora huraños y reticentes, y acabando por el sacerdote de la parroquia, que le miraba al pasar con la cara con la que se condena el pecado; nadie, ninguno, aprobaba la decisión que había tomado. Su venganza colectiva consistía en alterar el orden mínimo de las cosas, esa suma de menudencias que, agrupadas, son la salsa de la vida, lo que hace que te sientas como en casa. Dejarla era perder el derecho a una vida mejor. Y cómo culparlos si incluso él, cuando se miraba al espejo, lo hacía con la culpa anudada en el cogote y un punto de nostalgia.

Pero no hubo más remedio que hacerlo. Daba igual las argucias del cartero con el Destino o el desprecio público que parecía haberse ganado, uno sabe cuando algo le ha vencido y tiene que sacar bandera blanca. Hacía tiempo que sentía que su amor se había ido, igual que un día vino, volando como el mensaje de una paloma. “Ahora te quiero”, “ahora no”. Llevaban seis años juntos. Los primeros cuatro frecuentando juntos el barrio; aquel rincón del parque donde el sol se exhibía, las despedidas en la parada del autobús o parando un rato en el portal de casa, soportando un trasiego de vecinos que no hacían más que felicitar su amor con la sonrisa. Después, vivieron juntos dos años hasta el día que no pudo esconderse más de sí mismo. Solo tuvo que practicar eso tan difícil que es decir la verdad. Ella era una chica jovial y transparente, perfecta. El tiempo no hizo más que humanizarla hasta descomponer su amor. Nadie más que los que se quieren de verdad pueden vencer el hechizo infernal de la rutina.

Ahora, miraba en el portal a unos adolescentes cogidos de la mano, inmersos en un bucle maldito por el tiempo, y casi se echaba de menos. Él siendo como era y ella a su lado. ¿Pero cómo mantenerse vivos sin la ayuda del amor? En la calle, los conocidos seguían preguntándole por su vida común, y los amigos, con mayor insipiencia, buscaban motivos para lo que no había más que un motivo: El fin de lo que se daba. Desde las redes sociales le llegaban comentarios indivisibles, con él y ella como sujeto único y paciente, imposibles de contestar sin contar con el otro lado.

Si salía, la calle le señalaba con su dedo acusador mientras él se preguntaba, ¿Quién protege a los que dejan? ¿Quién salva al cómplice de la soledad? ¿Quién ampara a esos a los que se les muere el amor?

2 comentarios:

  1. Los que seguimos por más de 30 años juntos, seremos pronto objeto de estudios sociológicos y/o psicológicos, además de piezas de museo. Has escrito una verdad irrefutable: "Nadie más que los que se quieren de verdad pueden vencer el hechizo infernal de la rutina". Bonita historia de desamor.

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  2. Resulta paradójico que se admire hoy día la capacidad de amar por encima del tiempo. Eso me hubiera gustado para mí :). Pero si os estudian, yo creo que será más por vuestra calidad humana. Besitos Cristina.

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