lunes, 13 de febrero de 2012

Carmen

De Carmen había que enamorarse, al menos, una vez en la vida. Luego podías restaurarte, transformarte, alejarte como una zarigüeya, desengancharte y volverte a enganchar a los vagones de su encanto, salir huyendo o dejar que su amor te desmenuzara cacho a cacho, hasta dejarte el corazón a cero, tan frío como los témpanos del polo. ¿Pero quién no se había enamorado alguna vez de ella?, se preguntaban en el corrillo previo a la cena. Quiénes la conocían, comprendían lo liviano de la pregunta. Así competían seis de los ocho comensales, disputándose tronos honoríficos y jugando a ser los reyes del pasado: el que antes la conoció, la que más tiempo pasó con ella, quiénes lograron algún tipo de correspondencia… La miraban con un ordenamiento pactado, el tiempo exacto para sentirse únicos. Y es que no había qué reprocharle, ni la lealtad de su iris, ni su economía de palabra, ni su escrupuloso respeto al pasado, ni el milagro de su cuerpo daban motivos para ello. Si acaso el haberlos juntado, pero cómo negarle el mismo derecho que luego venían exigiendo. El nuevo había llegado acompañándola. No era más que una coincidencia fruto de algún viejo vicio del azar. Los habituales del lugar lo miraron de arriba abajo y enseguida reconocieron que aún no sabía nada, que había llegado hasta ahí persiguiendo una sombra irresistible y no era culpa suya estar dónde todo empieza, dónde empiezas a creer que es posible lo imposible, dónde aún no sabes cuál es tu verdadero lugar en esa mesa.

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