Pese a la insistencia del abanderado que, enfurruñando y
ante un público expectante, no hacía más que sacudirla, izarla y llamarle la
atención en busca de una mejor compostura, la bandera se dejó sacudir por el viento,
se arremolinó en torno al mástil, se arrugó en consonancia a su ánimo contraído
y, convertida ya en trapo, ocultó entre los pliegues su escudo como si
avergonzada no quisiera lucirse sino esconderse, cavar un foso y enterrarse, esperar resignada la llegada de días mejores.
martes, 31 de julio de 2012
lunes, 30 de julio de 2012
El salto
Se había entusiasmado en el momento más inoportuno, como
hacen los niños pequeños. La fina vereda del triunfo era caminar las normas que
le dieron entre el médico y el preparador. Ya había funcionado otras veces. Y
es que hacía tiempo que la pértiga no le llevaba a lo más alto. Lo hacía el público
con la droga de los aplausos y lo hacían los anabolizantes, cada vez más
sofisticados. Salvo error mayúsculo, ganaría un título para la eternidad. Creía
tenerlo todo controlado hasta que apareció ella. Muchos le habían advertido de
los peligros de la Villa Olímpica, de sus reuniones destrangis, de los tiempos muertos que en realidad eran cuando se
sentían vivos, de la otra olimpiada. No les hizo caso y ahí estaba, enamorado
hasta las entrañas, mezclando en la sangre los privilegios químicos con el
nervio puro del amor. Así, cada salto hacia el cielo y cada eliminatoria significaban
más tiempo juntos y el metal casi acariciándole el cuello. Pero también una
perdición, los ojos esmeralda no perdonan infidelidades.
domingo, 29 de julio de 2012
Lanzamiento de peso
A mi padre nunca le gustó explicar mi oficio en público, le
incomodaba. No era deshonroso, pero al hombre no le hacía ninguna gracia. Mi hijo tira unas pelotas lo más lejos que
puede, decía. A él le hubiera gustado un desempeño clásico. Que regentara
una gestoría, por ejemplo, o una tienda de electrodomésticos, o que fuera
abogado o funcionario, o que hubiera tenido que explicar algo más interesante a
sus amigos. Pero tirar pelotas al horizonte, pues no. Recuerdo bien cómo me enganché
a este deporte a través de un amigo, y como, poco a poco, fui creciendo y mejorando en cada etapa; primero era normalito,
luego decente, luego medianamente bueno y luego el mejor de mi generación y así
hasta completar estos, mis terceros juegos olímpicos. Ahora tengo menos fuerza
pero la pelota llega más lejos. Son años de oficio. Con cada victoria en mi
carrera sentía que a mi padre le iba a ser más fácil explicar a qué me
estaba dedicando y así se sentiría, con cada lanzamiento, más orgulloso
de mí. Pero eso nunca sucedió, mi padre murió hace tres años y su manera de
sentir al respecto era la misma que cuando yo era juvenil. Murió sin saberse
explicar quién era yo, por eso quizás no sabía hacerlo a los demás. Estos son mis primeros juegos tirando pelotas sólo por mi, sin
arrastrar nada a cuestas. La bola, por fin, pesa lo que tiene que pesar.
jueves, 26 de julio de 2012
El Concurso
El panel del público estaba cambiando de color, ahora las
manchas rojas iban ocupando el terreno de las azules sobre el hemiciclo, y la
concursante comprendió que estaba arañando votos, recopilando adeptos, que por
fin su proyecto, la última novela sufragada de la historia, tenía alguna opción
de ver la luz. A veces uno se empeña en ganar por virtud propia lo que los
desméritos ajenos te traerán sin mover una pestaña. El arquitecto lo había hecho
hasta entonces todo bien: había expuesto con claridad la viabilidad económica
del museo, dotado de una perspectiva artística su discurso, había aprehendido
las claves de la exposición oral, y jugando con el tono, subía o bajaba su ímpetu
mostrando humanidad, luciendo una sonrisa aprobatoria, presumiendo sin decoro de
su familia excelentemente vestida a pie de atril. Su mujer le saludaba henchida
de satisfacción. Su propuesta era la de un orador para el recuerdo. Pero en
algún momento del discurso incidió tanto en el valor material de su obra, en la
magnificencia del proyecto y en el grado súmmum de su propuesta, que perdió el
favor de los humildes y revirtió, sin quererlo, el proceso que le había llevado
hasta su dominio.
Cabía tener en cuenta que entre público todavía quedaban
muchos nietos de artistas. Gente que habían crecido con sus abuelos dedicándose
a sus obras, en el taller de la casa familiar esculpiendo una figura, pintando
su genuina visión del mundo o escuchando las notas de ese piano que sonaba por
gustarse a sí mismo para luego gustar a los demás. Eran nietos del arte y de la
nostalgia. Ahora que existían las obras pero no el oficio, que sus abuelos
vagabundeaban en su retiro entre el alivio y la resignación, sentían que
homenajeaban esas figuras representativas de otro orden de las cosas. Dejaban
captar su sentimiento, que pasaba por la fibra sensorial hasta ser filtrados
por la máquina, y esos resultados, en clara tendencia a compensarse, ya no eran
los de una mayoría que engullía una obtusa resistencia. Aún tenía que hablar la
joven, que había venido sola y soltera y no tenía a nadie a quién mirar, y se
contaba para sí misma las opciones que aún le quedaban. Aseguraba entre
bastidores que llevaba tres años dedicándose en exclusiva a su historia, que
había renunciado a otros amores y a otros trabajos y otras formas de vida y que,
aunque hacía mucho tiempo que nadie pagaba por ello, ella no olvidaba la
costumbre de tomarse la escritura como un oficio, pese a que tuviera que vivir
de réditos, pedir prestado o pasar hambre, cosa que por fortuna, nunca le había
llegado a suceder.
La cultura llevaba varias generaciones sin remunerarse.
Después de las revueltas, el tiempo había apaciguado el terreno dejando un
recuerdo arrepentido. La gente sentía que pudo haber hecho más, pero lo cierto
es que no hizo casi nada. Se dejó alienar por el miedo a tener miedo. Las
manifestaciones fueron silenciadas, solapadas, ignoradas o sencillamente, no
existieron. El gobierno prohibió el pago de cualquier actividad cultural y
apostó fuerte por un nuevo modelo productivo. Estadísticamente, los números
dieron la razón al ejecutivo. En mitad de una crisis económica sin precedentes,
la sociedad aceptó las nuevas normas culturales como un efecto colateral, sin
apenas reproche. Se suprimieron las becas y las remuneraciones públicas y no se
permitieron actos privados culturales donde circulara dinero líquido. La
cultura debía ser gratuita, sí o sí. Se habilitaron espacios de exhibición y se
confió en el talento solidario para ocupar el ocio y los placeres del
contribuyente. Era, más que nunca, una cultura libre y accesible para todos,
dijeron los responsables de cultura. La frontera entre libertad e imposición
constituía una maraña confusa.
La desocupación artística a favor de los famosos activos útiles revitalizaría el país
económicamente. Los escritores pasaron a ser redactores de manuales y libros de
estilo, los pintores siguieron siendo pintores, pero esta vez de brocha gorda,
los músicos eran creativos publicitarios y los cineastas, los más importantes,
ocuparon puestos directivos en organismos y asociaciones culturales. Los que
no, se reciclaron en oficios de otra naturaleza y donaron su talento al bien
comunitario o, sencillamente, lo dejaron olvidado en algún rincón de su alma. Algunos
locos, los que decían no saberse dedicar a nada más, fueron defenestrados o
rescatados por familiares y amigos.
El gobierno manejó con tino la presión de los insurgentes
culturales, bautizados terroartistas,
castigándolos con multas desproporcionadas y creando un programa de televisión
que repartiría cada dos años el mayor premio artístico del país: pagar una sola
obra en arreglo a las pretensiones del creador. Así, las obras artísticas
luchaban entre sí pasando eliminatorias y constituyendo un filtro que distraía
a la audiencia cíclicamente, por encima de cualquier otro evento. Músicos, actores,
arquitectos, escritores, poetas, pintores, todos competían en una lucha sin
cuartel, a cara descubierta. Los afortunados no sólo ganaban el notable pago de
su obra sino que además podrían explotarla comercialmente. Era la excepción que
confirmaba las reglas. Así fue hasta que hace un año el gobierno tuvo que
enfrentarse a más recortes y suprimió también el programa de televisión. Se
realizaría uno más y pasaría a ser pasto del recuerdo, uno de esos programas a
los que se alude de vez en cuando.
Las eliminatorias superaron todas las previsiones. El
gobierno reforzó las ayudas a la organización del programa, instauró una comisión
encargada de regular las apuestas ilegales y dejó pasar el tiempo con su fabuloso
circo funcionando a mil por hora. La última edición había traído a la final dos
proyectos bien diferenciados. El hombre de familia, arquitecto e informático de
profesión, planteó fabricar un museo histórico con un compendio de todas las
artes que fueron pagadas a lo largo de la historia. La infraestructura, todavía
en fase virtual, se presentó con una
maqueta láser y sería una construcción domótica y sostenible, dividida en
disciplinas y periodos históricos. La selección propuesta la había conformado
previa consulta con un gabinete de expertos culturales. Era un proyecto épico y
grandilocuente, que conmemoraría a gran escala el fin de una era.
La joven, en cambio, había llegado con un proyecto
tradicional, evocado a la antigua usanza. Era fruto del encierro más esmerado y
de la singladura de las musas en una misma dirección. Escribir y reescribir. Una
novela como cualquier otra, decía, una simple colección de páginas de papel o archivo
electrónico. Nada más, nada menos. La historia trataba de un viajero en el
tiempo que establecía relaciones con artistas de cada época y debatía sobre la
dificultad de crear en el contexto que les había tocado vivir. La novela no sólo
se sostenía por su carácter simbólico, sino también por su prosa excepcional.
Aquella joven era un talento prodigioso. De alguna manera, los dos finalistas
compartían un aspecto común, homenajeaban al pasado desde un presente
diferenciado. Eran críticas sumisas, por lo tanto no eran críticas reales,
decían los terroartistas. Y se concentraban en los aledaños del plató de
televisión coreando contra el programa, ataviados con silbatos y pancartas.
Para algunos, era una agrupación con irremediable tendencia a las disputas
internas y en proceso de extinción, para otros, un molesto vestigio del pasado.
Pocos creían, a estas alturas, en su capacidad para promulgar un cambio.
A la joven le tocaba hablar y decidió hacerlo a través de su
prosa. En su novela, el último episodio relataba el encuentro con un artista
del futuro. Lo leyó pausada y con el nervio preciso. Era un epílogo de tan sólo
cinco páginas. En él, apenas un millar de personas poblaban ya la faz de la
tierra. Una tierra apocalíptica y desmedida, gobernada por la desconfianza. El
artista que encontró era un pintor que sólo sabía pintarse a sí mismo, huraño y
cínico. Dejaba pasar los días buscando su propia perfección. Fuera, la gente
vivía hacinada en barracones con los que lograban aislarse y evitar la
presencia de otros habitantes. Las guerras civiles se habían convertido en
disputas de barrio. El arte se extralimitaba al placer de crear para una o dos
personas, allegados y familiares. El pintor llevaba años sin hablar con nadie y
preguntó al viajero del tiempo acerca de sus pretensiones y éste le resumió
brevemente la historia de su viaje. Habló del arte a través del tiempo y de
cómo éste mutaba y había sido utilizado de mil maneras por parte del hombre.
Como arma política, como método de evasión, como simple circo, como sustento
vital, al final, el hombre era el último responsable de lo que había creado. También
lo era de su propio final como especie, que se adivinaba a la vuelta de la
esquina. Había completado un ciclo donde el pintor de autoretratos se daba la
mano con el Neardenthal de las primeras expresiones rupestres. En su última
conversación, los dos protagonistas terminaban riendo absurdamente, brindando,
no se sabía bien, si por la cultura o por lo que quedaba de ella.
El público reaccionó desorientado, había perdido la costumbre
de indagar en los motivos del otro. Unos sintieron la obra como un alegato
revolucionario y otros como una defensa de la realidad actual. Unos creían que
el caballo había llegado a Troya y otros pensaban que sólo era un emisario con
disfraz. Los más osados, lo entendieron como una pura exhibición de anarquía. El
nerviosismo se apoderó del hemiciclo, el arquitecto no sabía si estaba ganando
o perdiendo y la gente no podía ni sabía llegar al consenso que la historia le
había estado negando todo este tiempo. El baile de manchas rojas y azules no
había hecho más que comenzar.
lunes, 23 de julio de 2012
El Jin y el Jan
Uno era el que era y otro el que podría ser y les había
tocado vivir juntos una temporada. Uno iba al trabajo como quien asistía a un
funeral, comía ordenadamente, descansaba un rato en el sofá, volvía a la oficina
a ultimar los informes, hacía su tabla de ejercicios en el gimnasio y ya en
casa, disponía una luz tenue del salón mientras veía una teleserie dormitando
en el sofá, llamaba a su novia antes de dormir y se acostaba solo, esperando
repetir mañana, un día más en la colección de interminables que lo estaban
consumiendo por dentro. El otro, se levantaba más tarde y hacía una vida
infrecuente, un día esto y otro aquello, iba a ensayar, volvía, lo llamaban de
un trabajo temporal, sufría negativas de carácter laboral, se acostaba con
mujeres diferentes, hacía triquiñuelas para pagar el alquiler y, en definitiva,
la incertidumbre era igual para el día que para la noche, una forma de vida más.
Se estaban encontrando al mediodía, uno con sus prisas y su ahogo existencial, el otro con la vergüenza de quién se ve tantas horas en casa, haciendo de todo pero sin hacer nada. Hablaban y la comida se convertía en una burbuja reparadora. ¿Qué tal el trabajo? ¿Cómo vas con tus cosas? Bien, como siempre. Bueno, ahí, tirando. Se confesaban minucias significativas mientras repartían la comida y se deseaban suerte para lo que les quedaba de día. A la noche no solían verse pues uno estaba en la calle y otro bajo el reposo del hogar. Pese a tenerse cerca, les costaba reconocerse en ese espejo deforme de quiénes podían ser y no eran y se preguntaban cómo sería la vida veinticuatro horas del otro lado, si eran ahora mejores o peores, si se trataba de su afán por desdecirse o lo atractivo no era sólo el perfume de una eterna promesa.
Se estaban encontrando al mediodía, uno con sus prisas y su ahogo existencial, el otro con la vergüenza de quién se ve tantas horas en casa, haciendo de todo pero sin hacer nada. Hablaban y la comida se convertía en una burbuja reparadora. ¿Qué tal el trabajo? ¿Cómo vas con tus cosas? Bien, como siempre. Bueno, ahí, tirando. Se confesaban minucias significativas mientras repartían la comida y se deseaban suerte para lo que les quedaba de día. A la noche no solían verse pues uno estaba en la calle y otro bajo el reposo del hogar. Pese a tenerse cerca, les costaba reconocerse en ese espejo deforme de quiénes podían ser y no eran y se preguntaban cómo sería la vida veinticuatro horas del otro lado, si eran ahora mejores o peores, si se trataba de su afán por desdecirse o lo atractivo no era sólo el perfume de una eterna promesa.
sábado, 21 de julio de 2012
El abuelo y el elefante
El abuelo había matado a un elefante y eso no tenía perdón
de Dios. Ni de Dios ni de nadie en su sano juicio, sólo que algunos de sus
primitos y por supuesto su hermanita menor, tan chiquita y frágil, tan adorable,
tan fácil de mantener al margen, no sabían nada al respecto y no tenían qué
perdonar. Pero cuando fuera mayor iba a contárselo y en cuanto pudiera iba a
hablar con sus primos para que dejaran de mirarlo como si fuera un héroe. Ningún
héroe mata elefantes. Había descubierto el pastel a través de una fotografía de
un periódico que alguien olvidó en el salón. El abuelo con una escopeta en la
mano, con esa mirada tan suya, perdida y obnubilada, como si nada de eso fuera
con él, y a su lado un hombre desconocido sonriendo, con la misma cara con la
que sonríen los malos de una película de dibujitos. Detrás de los dos, un
elefante. Al principio, había pensado que estaba dormido, pero después de ver
en muchos sitios cómo funciona una escopeta y de comprender lo que terminan
haciendo los hombres con ella, supo que esas escopetas habían sido usadas poco
tiempo atrás. Además, ningún elefante iba a dormirse con su rostro encima de un
árbol ni iba a inclinar sus rodillas como cavando en la arena. Los elefantes se
duermen de pie o recostados durante una o dos horas, lo había escuchado en un
programa de la televisión y le había hecho gracia y siempre lo recordaba con
una sonrisa. Pero ahora mismo no tenía nada por lo qué sonreír. Ese elefante no
estaba vivo y no lo estaba porque el abuelo y aquel señor tan malo no quisieron
que fuera así. Y eso tenía que hablarlo
con la abuela y con los primitos e iba a pedirles explicaciones. A mamá y papá
no les podía sacar el tema porque nunca hacen caso de nada y siempre están ocupados
viajando y pasándoselo bien. Pero la abuela algo tendría que decir, al fin y al
cabo, es su marido. Y los primitos igual, que para eso dicen que le gustan mucho
los animales. Y si sabe que a todos nos gusta tanto, ¿Por qué iba el abuelo a
hacer algo así? ¿Cómo puede luego mirarnos a la cara después de haber matado un
elefante?
miércoles, 18 de julio de 2012
El certamen
La ganadora del certamen de novela negra había matado a un
miembro del jurado el año anterior, en el que resultó finalista. Le hizo comer
una a una las páginas de la novela que había presentado. Luego hizo lo mismo
con el manuscrito de su novela anterior con tapas y encuadernación a gusanillo incluidas,
y luego probó con una nouvelle y
luego con su peor libro de cuentos y así con todo lo que había escrito. Llegó el
momento en que las letras inundaron el estómago del miembro del jurado y
obstruyeron su esófago y colapsaron su boca y finalmente comenzó a vomitar
frases y más frases hasta ahogarse en su propio vómito. Fueron las
consecuencias de no haberle concedido el voto. No era más que realismo sucio,
un reflejo fiel de la realidad del país, se justificaba la ganadora. Después serró el cadáver y repartió los
pedazos entre los demás miembros del jurado. “Nos vemos el año que viene. Con cariño, Cristina”, decía en las
dedicatorias. Este año ha ganado por unanimidad. El jurado ha destacado su
valentía, el conseguido tono sombrío siempre amenazante de su obra, y el
paralelismo social que deja entrever. “Lleva la novela negra en la sangre”,
dijo el presidente antes de pronunciar su nombre.
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