viernes, 21 de diciembre de 2012

Los profesores

Ayer, en un pub al que acudí a un concierto, me encontré a los que fueron mis profesores diecisiete años atrás en el instituto. No había caído, pero lo cierto es que estábamos muy cerca de aquel lugar donde cursé mis estudios de secundaria, ahora un edificio vetusto repleto de parches por todos lados. Contiguo al pub donde estábamos, había un restaurante idóneo para hacer una cena de empresa. La empresa de enseñar supongo, que tan difícil de sobrellevar se ha puesto hoy en día.

Mis profesores, que de alguna manera siguen siéndolo (porque cuando te dan clase una vez es como si se quedaran haciéndolo en algún lugar perdido de la memoria), han envejecido envidiablemente bien. Vi al que fue jefe de estudios algún año, y apenas se le había teñido el pelo de canas. Vi al de inglés sin pelo, con la misma barriga y esa actitud vital con la que solía llegar a clase. Vi al de física y química impecable, vestido de chaqueta. Y a un profesor de tecnología que parecía haber pactado con el tiempo las condiciones de una vejez tardía. Todos borrachos como cubas. 

Había también profesores nuevos, un interino que bailaba como si no hubiera un mañana, un par de profesores apartados comentando cada jugada y un buen puñado de profesoras que no conocía de nada. Era su fiesta de navidad y ahí estaban, dándolo todo. Hoy, supongo, habrán disimulado sus ojeras y se habrán guiñado el ojo en cada cruce en los pasillos.  

Quise hablarles y recordarles que yo fui parte de la primera generación que dio clases en aquel instituto, que antes que nosotros, como dicen los viejos del lugar, todo eso era campo, que teníamos un pasado común. Quise decirles, también, que yo fui un notable alumno y que de ese niño que entonces destacaba no quedan ya ni las migas. Con alguno crucé la mirada en algún momento de la noche y se vio confundido durante una milésima de segundo. Pero una mezcla de respeto y vergüenza me paró en seco y al final me petrifiqué como un mero observador. Les guardaba respeto como si fueran estrellas del rock que encuentras fuera del escenario, en su vida ordinaria. Me daba vergüenza porque yo ejemplifico muy bien en lo que se ha convertido nuestra generación, una generación de posadolescentes, incapaces de tener una casa, un trabajo, un salario fijo o una familia propia. Una generación que se tragó la mentira de las carreras universitarias, que se dejó seducir por los cantos de sirena de una burbuja embustera y que ahora, a la vejez viruelas, se intenta reinventar como sólo lo hacen los que han fracasado estrepitosamente. Y lo peor es que ellos no tienen culpa de nada, más bien al contrario, sólo se le puede dar las gracias de que, al menos, nos quede algo de cultura y dignidad. Por eso ellos bailan, porque tienen casi el deber de hacerlo, y por eso yo miro y callo, porque quien quiera cargarles el muerto de todo esto y no los respete, es que no entiende absolutamente nada.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Malhechores



¡Dí chiquilla, qué mas dao
que estoy tan cambiao!
¡Ni idea de quién soy!
to esta chusma extrañá
me mira sin entendé,
que estoy a un paso de caé,
que ya no me siento los pie
de tanto que me tiembla tó.
¿no ven que estoy enchochao,
molio y entregao
a tu corazón?

Te vi llegá, soberbia, paseando a mi vera
Con un quejío tan jondo y sensual.
que fue verte y perdé
la fe, el coraje, er caló de endiñá…
No me has dejao ni una miga entera
de aquel pasao chungo y feroz
Sólo me queda pa colmo rezá  
ir a misa y las rodillas jincá.

Ayer, der mieo a matá
en ve de pegá
me lié a corré
y me vi en la sombra acurrucao,
huío sin sabé que hacé.
Si yo, que nunca lloré,
me pongo angustiao
a lloriquear,
Dí chiquilla que más dao
Que estoy tan cambiao
Ni idea de quién soy.



Versión andaluza del Tango Malevaje,  de Enrique Santos Discépolo.


martes, 4 de diciembre de 2012

El Club de la Caída Libre

El Club de la Caída Libre es un club de suicidas donde nadie dice “hasta luego”, por si acaso. Prefieren un “que vaya bien”, mucho más apropiado. Porque bien puede significar cualquier cosa. Morir, por ejemplo. Morir está bien porque es el fin de un suplicio, la vida. Pero seguir viviendo es no desprenderte de tu última esperanza, y eso también está bien. Yo acudí al club de suicidas esperando comprensión, lo admito. Porque un suicida es un incomprendido que ha decidido dar la espalda al mundo. Yo no lo había hecho aún, por tanto, estaba lejos de suicidarme. Amenazaba con hacerlo sólo para tener la atención de los míos. Cuando los míos dejaron de serlo y agoté la paciencia de los que quedaron alrededor, entonces busqué alivio en el anonimato. Había fracasado tantas veces que me pareció lógico intentarlo una vez más. El Club de la Caída Libre es el lugar perfecto. Aquí, las conferencias trabajan en dos sentidos, en el de recuperar la fe por la vida y en el de superar el escollo de vivir. En las primeras, redefinen el concepto de autoestima y desgranan las maravillas que nos quedan por descubrir (Australia, por ejemplo, es un paraíso del nunca nos han hablado), en las segundas, aprendes métodos eficaces para una desaparición feliz (la vieja técnica del asfixiarte en el coche o técnicas para cortarte las venas). A veces, la materia de unas conferencias se solapan con las otras, al fin y al cabo, la vida y la muerte se encuentran a un solo paso de distancia. Empecé yendo con escepticismo y he acabado enamorado de la secretaria de talleres, una antigua actriz deprimida que se tomó el fracaso demasiado en serio. Aunque empezó asistiendo a todos los talleres de refuerzo, ahora frecuenta más lo de método, y eso es muy mala señal. La semana pasada delegó sus funciones a una alumna recién llegada y parece que su caída libre ya hace tiempo que viene produciéndose. Yo quiero decirle que no  se deje caer aún, que estoy yo para enmendarla, que a mí siempre me va a parecer la actriz más maravillosa del mundo y que le voy a aplaudir hasta su último día en la tierra. Pero al final, lo más que he intentado es invitarla una vez a tomar algo después de la reunión. Ella, muy amablemente me dijo que no, que andaba triste ese día, y desde entonces no he vuelto a decirle nada.  Será verdad que la muerte es la opción de los cobardes. O que la vida es la opción de los valientes. Hoy, al acabar la clase, ha cogido su chaqueta negra y se ha despedido de mí. “Que vaya bien”, me ha dicho, ¿pero bien para quién? ¿Para ti? ¿Para mí? ¿Para los dos?