viernes, 4 de octubre de 2013

Frío

Aquel día no salió el sol. Yo me di cuenta tarde, a las 9:48. Lo digo, porque justo esa fue la hora en la que salí de casa, miré el reloj y todo seguía a oscuras. De normal, a esa altura de la mañana se filtraba por la ventana y era imposible dormir. Pensé que quizás tuviera el reloj a deshora o que el sol acabaría saliendo a mi espalda, pero me giré y tampoco estaba. Todo el mundo tiene derecho a acudir tarde un día al trabajo, me dije, pero el sol ya nunca salió. Ni ese, ni los demás días. No es que llegara tarde, más bien se fugó, se fue con otros. No dejó ni una despedida escrita en la arena. Cada despertar fue, de repente, un despertar triste. Las cosas del sol, que se ha abanderado como símbolo de la felicidad de una manera soberbia. Como si no fuera obvio que si te acercas mucho a él, te terminas abrasando.

Pensé en toda esa gente que se pasa el verano en la playa dejándose tostar por sus rayos y en cómo lo iban a echar de menos. Las playas ya nunca han vuelto a ser lo mismo, están pobladas por fantasmas, gente blanca con la melanina dormida. Los blancos son más blancos y los negros son aún más negros, por si no hubiera ya diferencias. Además, no tiene mucho sentido el topless, ya que no hace calor ni existe la posibilidad de broncearse. Los topless se hace por el culto al desnudo, al cuerpo tal y como fue concebido. Y hay mucha gente haciendo el amor en la playa, ocultos entre tinieblas. En el fondo, esa nueva realidad en las playas no me disgusta del todo. Tampoco creo que le disguste a los emos, a los vampiros y a los borrachos que bailan al son de la luna. Incluso los suicidas están contentos, pues piensan que el mundo durará poco, el tiempo que tarde en enfriarse. Y puede que eso sea precisamente lo que ha hecho que el sol se marche, el frío, el tremendo frío con el que hemos estado viviendo aun teniéndolo ahí arriba. 


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