jueves, 25 de febrero de 2016

"Que se mejore"

En el hospital, la mujer de al lado dice que se está muriendo. Lo cuenta por teléfono y yo no puedo dejar de escucharla. Es un llanto de palabras que me atrapa como una araña arrincona a su víctima. Dice que le queda poco de vida, que si dura un año más, será demasiado. Dice que la quimio la está matando y que está tan baja de defensas que un herpes le devora como la muerte se come a la vida. Dice que el marido llora a escondidas, que lo ha sorprendido en alguna ocasión y ambos disimulan como una vez disimularon su amor, que a veces lo escucha, desde la cama, sollozando por el piso. Dice que se quiere ir para que él deje de sufrir. Dice que ha venido en taxi y que se recostaba en la parte de atrás para que no le doliera el alma, que el taxista le ayudó a incorporarse, que tuvieron que recogerla a las puertas de urgencias para poder atenderla. Dice que ya no sabe qué hacer ni dónde ir ni a quién acudir (quizás porque a la cita con la muerte se acude a solas), que la cuenta atrás se está haciendo eterna y la eternidad es tan corta. Dice que le cuenta eso a quién le habla porque ya no sabe con quién desahogarse. Dice todo eso y una hora más tarde, antes de irnos, me dice que sabe dónde está el ambulatorio donde debo acudir, que ella es del mismo barrio, que está situado a dos calles de casa. Yo le quiero responder que el ambulatorio no me importa nada, que su caso escapará a la lógica y su previsión será como la de una mala pitonisa, que espero encontrármela pronto junto a su marido, comprando el pan, en la cola de la pescadería o cuando bajo la basura, quiero decirle que conozco a quienes vencieron el desafío del destino, y que ahora viven como viven mis miedos, mis dudas, mis ilusiones y mi esperanza. Quiero decirle que precisamente eso es lo último que se pierde y que el día de hoy se convertirá en un mal recuerdo cuando recuerde que nunca se dejó derrotar por el pesimismo y que sostuvo la obligación de quererse; quiero decirle todo eso, pero al final, cuando nuestros ojos se tropiezan, le digo: Muchas gracias señora, espero que se mejore. Y me marcho.






miércoles, 10 de febrero de 2016

La cárcel

Hoy, a raíz de los titiriteros, pensaba en la cárcel. En esos dos chicos encerrados donde quiera que sea, preguntándose qué habían hecho para estar ahí. Pensé en ellos y en los dos señores de corbata decidiendo dónde tenían que pasar la noche. La cárcel, por asociación, me condujo primero a Patricia Heras, a sus poemas a un palmo del abismo y la injusticia que la mató, y derivó en todos los que están encarcelados justa o injustamente. Por alguna misteriosa razón, pensé en Josep Lluis Núñez y en sus 82 años de culpabilidad entrando en prisión. Pensé en cualquier ser humano con la espalda apoyada sobre una fría pared, con el espacio reducido a dos palmos y la mente expandida hasta el infinito. Y pensé en los que sobreviven a la experiencia, en los que se consumen dentro y en los que, simplemente, desperdician sus días entre cuatro paredes. Pensé en esta sociedad y en el deber que se tiene para consigo misma, en que le queda pendiente cómo reformar lo peor de sí, que es también, la manera de ganar autoestima. Pensé en casi un mundo entero desatendiendo todos esos silencios de auxilio y señalando a quienes tienen que ser los próximos privados de libertad y sentí que los verdaderos culpables no están dentro de las celdas. Están fuera.




Ilustración:Velia Bach

martes, 9 de febrero de 2016

Me sueño

Últimamente me sueño siempre adolescente. Como el chaval que fui o como el que siempre quise ser. No sé, el caso es que tengo como quince años menos. Y me sueño de un realismo brutal; los brazos delgaditos, barbilampiño, sensible como la rosa que se defiende con espinas, viviendo a mil por hora. Hoy, más o menos mantengo el ritmo, sólo que ahora me dejo confundir por la vida. Me importa por ejemplo eso de pagar el piso a fin de mes, volver a Jerez de vez en cuando, me importa el qué dirán, y también me importa lo que la gente sienta cuando escribo y cuido las palabras como si se fueran a agotar, me importa el día de la semana en el que estamos, que tenga tiempo de tomarme el café de la mañana, que mi compañero de trabajo no pise demasiado el acelerador, los kilos de más, me importa que no haya ruido en la oficina, descansar bien por la noche y hasta el autor de la obra que estoy leyendo, el que compuso la canción que suena o el que analiza el cine en el periódico; me importan demasiadas cosas, como que no me vean llorar ni discutir ni enfadado ni aletargado ni dormido ni despistado, me importa el pasado y el presente, me preocupa el futuro, y me afectan asuntos tan odiosos como tener y retener, como el dinero, como no contradecirme, como tener pesadillas. Quizás por eso ese empeño del subconsciente de enfrentarme con mi otro yo, el antagónico yo que me recuerda que la vida es sueño, un lugar donde no hay mañana ni existen las horas, donde todo es liviano e insignificante ante la dura tarea de buscar el amor, lo único que importaba entonces y, en definitiva, lo único que importa hoy. A veces, por la mañana, me arrastro hasta el baño pensando en cual será el siguiente juego y tiene que ser el reflejo quien me enfrente al viejo con barba del otro lado. Antes, había venido flotando, como sólo flotan los niños.