martes, 1 de marzo de 2016

Los tres que giran

Cualquiera diría que soy el mismo de hace tres años, si me vieran hoy llegar del trabajo. Acababa de pasar una jornada maratoniana con unos clientes de la empresa, explicándoles el plan de marketing digital que habíamos diseñado para implantar a nivel nacional. Me comí una entraña de ternera con chimichurri en un restaurante, comenté mis últimas impresiones sobre la liga de fútbol y, de haber querido, podía haber tomado cerveza a la hora de comer. En casa, con la calefacción puesta, mi pareja esperaba con la sonrisa perfecta y sonaba música en el salón. Miré el interior de la nevera. Estaba llena.

Nada que ver con el que fui. Por aquel entonces (parece que hubieran pasado mil años), vivía en un piso compartido que pagaba a duras penas, dormía en una habitación a la que no le llegaba un mísero rayo de luz, escuchaba las andanzas sexuales de mis compañeros de piso, me educaban -sin éxito- en el arte de vivir con una compra de veinte euros semanales y deambulaba de un trabajo a otro con la sensación de que mi único activo era no poseer nada. Ya saben; no tenía hipoteca, ni familiares a mi cargo, ni coche, ni piso, ni trabajo.

Por el pasillo, me crucé con el espejo. Y cuando lo lógico era que el ego, henchido, recorriera hasta el último palmo de mi cuerpo, y que dijera como decía el otro día Anguita en una entrevista, “¿Y ahora qué, hijos de puta?”, ni me hundisteis, ni cedí ante el chantaje de las circunstancias, ni me varé en la postrimerías de la desidia, ni me venció el dolor de sentirme un completo incompleto, cuando lo lógico era que una parte de mí se reconciliara con la otra después de treinta y tres años de búsqueda, sucede que me echo de menos. Echo de menos los rincones de la noche donde se escondían las palabras, las mañanas en la que tuneaba mi currículum a gusto de la empresa ofertante, los besos que sucedían en cualquier lugar -sentía que el amor era otra forma de desafiar el orden imperante-, la incertidumbre de los días, derrumbarme cada tarde, rehacerme como un puzle de carne y hueso, ay, esa libertad que sólo conocen los presos de la desdicha. Sucede que, cuando he llegado al final de la estación, echo de menos la tierra pisada. Pero al mirar atrás, claro, ya nada es lo mismo, como nada lo será cuando llegue a la siguiente.

Imagino que no somos dos sino tres, los que se buscan eternamente (el que fui, el que soy ahora, el que seré), y que todos giramos en círculos concéntricos buscándonos de manera inútil, mientras una risa de fondo, cavernosa, irónica y mordaz, se eleva hasta el infinito: El carpe diem.


Ilustración de Sousa Gráfico.

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