miércoles, 22 de marzo de 2017

Dulce condena

Decía el otro día Fernando Savater que llevaba dos años más muerto que vivo, en un magistral artículo donde describía la vida sin su pareja. Se sentía como un condenado en el purgatorio, todavía inconsciente de su condición de muerto. Iban desapareciendo de su mirada, poco a poco, sus objetos más preciados, desprovistos de interés. Revisitar sus placeres sólo le provocaba una incómoda nostalgia. A él, un cinéfilo empedernido, ahora no le drenaba savia nueva las películas, a él, lector voraz donde los halla, los libros le parecían simples folletines, las series, una novedad de escaso interés, la vida, una prórroga que nadie había pedido jugar.

Yo llevo un tiempo conviviendo con una sensación inversa, como si estuviera descubriendo una realidad que no es la mía. Siento que me importa mucho más el mundo a ochenta años vista que este puerco presente.  De repente, tengo lentes de largo alcance: qué va a pasar con el cambio climático, me pregunto, ¿conseguiremos de una vez un mundo con mujeres y hombres en igualdad? ¿en qué estado están las cuentas de los ayuntamientos del sur? ¿qué será de la educación pública? Y me suceden cosas aún peores, ya no paso de página cuando la revista llega a la sección familia, mi casa parece otra donde hay demasiados picos donde tropezarse, me emociono con los vídeos de padres que regresan de la guerra, me preocupa la programación de dibujos de la tele, volvería al sur cada fin de semana. El mismo que no quería llegar a viejo senil, ahora no tendría reparos en mirar a los ojos a la eternidad.

Y no es de extrañar, llevas ya un año con nosotros.



*A mi sobrino Pablo




miércoles, 8 de marzo de 2017

Breve encuentro

Lleno de bártulos como estoy, con el abrigo en una mano, el bolso del tupperware en la otra y la bufanda ya absuelta de la condena de mi cuello, para mí es un alivio llegar a sostener la puerta del bloque antes de que se cierre por la inercia de quien la ha abierto antes, y no tener así que rebuscarme en las entrañas del bolsillo para sacar la llave y repetir la operación. Me apresuro y consigo entrar en el portal, a duras penas, después de una agotadora jornada de trabajo.

La que ha empujado antes la puerta ha sido la vecina del sexto. La reconozco por la voz, pues está hablando justo en este momento por el móvil. Es la misma voz que se enojó conmigo, a través del telefonillo, una vez que me dejé la puerta del ascensor abierta en nuestro piso del ático. Aún recuerdo sus gritos: "¡Es que no tienes cuidado! ¡No sabes ni cerrar una puerta!". Claro, aquel día todos los vecinos tuvieron que subir andando. Desde entonces no la he vuelto a escuchar. Una conversación serena quedó pendiente. Será por eso que cuelga el teléfono y me analiza detenidamente.

Sí, soy yo, el que se deja las puertas abiertas, intento hacerle entender con la mirada. Si tienes que algo que reprochar, dilo ahora o calla para siempre. El ascensor tarda en bajar y ella permanece inquieta conmigo en el rellano, como muerta de vergüenza después de aquellos gritos que me profirió. Mujer, no es para tanto, siento la tentación de decirle, pero también yo siento vergüenza. Cometí un error, ella cometió otro, y bueno, ambos se anulan, ya está. Ya podemos hablar del tiempo, de la compra, de que cerró la peluquería, de la vida en el barrio. Ya fue.

Pero ella sigue sin decir ni pío, incapaz de tener un gesto de cortesía, quizás aún rencorosa. ¿Tanto le pudo haber afectado subir andando? ¿Venía cansada aquella noche? ¿Borracha?  El ascensor y nada más. Voy al último, digo, pero ella no responde. Mutis. Pulsa el sexto y se acabó. Me sitúo en el extremo del ascensor, como un niño castigado en el colegio, mirando hacia el suelo. Los pisos pasan con una lentitud exasperante. Entresuelo, uno, dooos, treeeees, cuaaaaaaaatro, ciiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinco, pordiosqueseacabeyaestemomento. Seis.

"Ciao", dice. Su adiós suena aliviado, como a disculpa.

Y por fin entiendo. Ni se acordaba de mí. Claro, nunca me ha visto antes en persona. Solo aquella discusión vía interfono. Cómo saber que era yo, el de la voz andaluza, este mismo hombre del abrigo que viene acelerado. Cómo distinguir a quien nunca viste en persona. La vecina sólo ha visto un hombre apresurándose por entrar a la par de ella en el edificio. Solo ha visto un hombre que quería montar en su mismo ascensor. Sólo ha visto un hombre que quería hacer su mismo recorrido. Solo ha recordado las noticias durante estos primeros meses del año, las páginas de sucesos, las estadísticas de la radio, las necrológicas. Solo ha sentido miedo.




#NiUnaMenos  



martes, 7 de marzo de 2017

Corte a medida


Barcelona es maravillosa, sí, pero es una ciudad difícil, a menudo hostil, mucha veces insoportable. Hay que trabajarse su amor. El barrio en el que vivo es buen ejemplo de ello. Cuando llegué, todos los bares parecían los bares de otro, los comercios, comercios para otros, las calles parecían para otros pies. Sólo me encontraba a gusto en casa, entre montaña de libros, escuchando mis vinilos y mirando desde la terraza ese juego de luces con los que los bloques transmiten su desconcierto. La gente va y viene en este ascensor de dos millones de personas donde a nadie le importa el clima.

Poco a poco, me he ido obligando a integrarme en el barrio. Ahora tengo mi Paki de urgencia, el parque donde salgo a hacer running, mi parada de autobús, mi chófer favorito y hasta una panadería con dos cruasanes de mantequilla por el precio de uno. Incluso voy a entregar mi voto al colegio electoral justo enfrente de casa. Pero no fue hasta que no tuve mi propio peluquero que no me sentí parte del barrio. Él es un hombre regordete, con rizos acaracolados y un rostro que conserva, con insultante naturalidad, el brillo de la juventud. Aunque la primera vez fue frío como un témpano de hielo, nos fuimos haciendo el uno al otro. No es de extrañar, en las peluquerías no me gusta hablar. Tic, tac mientras el clic, clac, y otra cosa. Pero no se trata de una peluquería cualquiera, en ésta he escuchado música folk y Queen, Manel y Nina Simone, Oasis y Estopa. El artesano de las tijeras es un heterodoxo con el que se puede hablar de sociología, del mercado de trabajo, del paso del tiempo y hasta del sempiterno conflicto nacionalista. Un día hablamos de nuestras mujeres y de cuáles eran sus restaurantes favoritos. Trapicheamos con nuestros mejores planes para sorprenderlas, con la camaradería propia de los amigos que se cuentan sus más íntimos secretos. Me confesó que vivía en Hospitalet, que le gustaba pasear por el mar con sus hijos, que tenía miedo a la gentrificación del barrio.

Hoy, como cada vez que el pelo me acaricia la nuca, volví a visitarlo. Pero ya no estaba. Donde me cortaba el pelo, ahora había un cartel que ponía, “se traspasa”. Tan frío como vino, se fue. He encogido mis ojos para ver, tras el cristal, el reflejo de una escoba barriendo el tiempo perdido.